José Merino del Río
Invitado por el Consejo Nacional Electoral de la República Bolivariana de Venezuela, estuve en ese país acompañando unas elecciones que como todas las celebradas desde que Hugo Chávez llegó a la Presidencia, atrajo la atención mundial con una amplitud y pasión sólo explicables por la creciente gravitación internacional del proceso bolivariano, con el que se puede simpatizar o discrepar, pero que indudablemente a nadie le resulta indiferente.
Lo primero que habría que destacar es el regreso de la llamada oposición a las urnas parlamentarias. Después de fracasados los intentos de derrocar a Chávez por la vía violenta mediante el golpe de Estado y el paro patronal, y del boicot a las anteriores elecciones legislativas del año 2005, la oposición terminó aceptando la legitimidad y la credibilidad de un Poder Electoral que ha garantizado el respeto del voto ciudadano.
En una enorme carpa instalada en los aledaños del edificio del CNE, cientos de representantes de partidos políticos venezolanos, periodistas de decenas de países, observadores e invitados, esperamos hasta las dos de la madrugada del lunes 27, el primer informe de resultados brindado por las autoridades electorales con más del 95 por ciento de los votos escrutados. Comparadas esas 8 horas de espera, con el mes que tardaron en los Estados Unidos para declarar la victoria de Bush, o con los meses que se tomaron las autoridades colombianas para anunciar la composición final del congreso, o el largo mes para que nuestro TSE proclamara vencedor a Oscar Arias frente a Ottón Solís, parece un tiempo bastante razonable. Pero no es lo más importante, lo realmente significativo es la tranquilidad que reinaba en las calles venezolanas, la confianza con la que se esperaban los informes electorales, y la aceptación generalizada de los mismos sin que se produjera ninguna denuncia de fraude.
Se dijo que el gobierno había obligado al CNE a acomodar los distritos electorales y el número de diputados por circunscripción de acuerdo a sus intereses. El CNE no sólo desmintió esa acusación, sino que explicó cómo se configuraban las circunscripciones en estricto apego a la ley electoral, y puso un ejemplo: en el estado de Zulia, se elegían 15 representantes, la oposición logró elegir 12 y el PSUV 3, a pesar de haber tenido ahí este último más del 40 por ciento de los votos. Son reglas electorales discutibles, como en todos los países; en Costa Rica, para poner un ejemplo cercano, el Frente Amplio tuvo 70 mil votos para sus papeletas diputadiles, pero sólo eligió un diputado, mientras otros partidos eligieron un diputado con 20 mil votos. En Estados Unidos las diferencias de votos para llegar a la Cámara de Representantes o al Senado, son abismales entre los estados poco poblados y los de mayor densidad poblacional. No se trata de idealizar ningún sistema electoral, puesto que todos son el producto de diversas experiencias históricas y de complejas ingenierías electorales, pero sin duda el venezolano cumple en un análisis comparativo con las normas más exigentes en escala internacional. Los vociferantes diputados de la derecha española que estuvieron también en las elecciones venezolanas, criticaban el sistema venezolano pero ocultaban que en España el partido heredero del franquismo que ellos representan, se beneficia de un sistema que les otorga a ellos diez diputados por cada uno que obtiene Izquierda Unida, con el mismo número de votos. La lista sería interminable, como la ejemplar democracia chilena que le impidió al Partido Comunista entrar al parlamento obteniendo cerca del 20 por ciento de los votos en algunas circunscripciones.
También se ha criticado que el oficialismo utiliza la maquinaria gubernamental en beneficio propio. La derecha venezolana dice que de los cinco miembros que integran el órgano electoral, cuatro serían afectos al gobierno y uno a la oposición. Precisamente tuve oportunidad de ver y escuchar un informe de ese magistrado, en el que señalaba que el canal público había favorecido claramente al PSUV, pero que en el dinero gastado en publicidad la proporción era de 60 a 40 favorable a la oposición. La oposición no puede quejarse, gastó a manos llenas y sólo había que mirar los canales de televisión antichavista o la prensa diaria para darse cuenta que el dinero fluyó a raudales tanto del bolsillo de las grandes fortunas oligárquicas como de los Estados Unidos. Da cierta risa observar como La Nación en nuestro país se rasga las vestiduras por lo que según ellos sucede en Venezuela, mientras en Costa Rica es cómplice de un proceso electoral que hace presidentes a punta de movilizar recursos públicos y miles de millones de turbia procedencia. Candil en la calle, oscuridad en la casa.
Les puede parecer a ustedes, si han tenido la paciencia de leerme hasta aquí, que no entro en materia, puesto que lo más relevante es el análisis de los resultados. A eso vamos ahora, pero en medio de una campaña masiva de intoxicación y desinformación que califica de dictadura al sistema político venezolano, es altamente significativo este triunfo de la democracia venezolana, que por lo menos aborta, por ahora, la vía violenta por la que había optado los sectores más radicales de la derecha, jaleados por un imperio dispuesto a derramar sangre donde huele a petróleo.
Después de once años en el gobierno a Chávez y al PSUV no les fue nada mal en las elecciones, aunque no obtuvieron el triunfo que habían pronosticado. Mantienen una holgada mayoría con 98 diputados y diputadas en un parlamento de 165 escaños. La meta planteada era obtener 110 escaños, una mayoría calificada que permite aprobar ciertas leyes orgánicas y el nombramiento de altos cargos en otros poderes y estamentos del Estado. En el voto popular superan al conjunto de la oposición por más de cien mil votos. En cualquier país estos resultados serían publicitados como un triunfo claro y como muestra de un apoyo a un gobierno que no se desgasta tras 11 años al frente del país. ¿Pero es suficiente en Venezuela para consolidar y profundizar un proceso revolucionario?
Los procesos de transformaciones reales no se pueden instalar en la autocomplacencia, exigen una permanente y rigurosa crítica de su propia obra. Inmovilizarse en el statu quo sería el terreno para su propia derrota. Eso lo ha entendido Hugo Chávez, que como dijo Lula es el mejor presidente que ha tenido Venezuela por lo menos en los últimos 100 años. La obra revolucionaria es impresionante y constatable, pero necesita de una creciente acumulación de fuerzas para continuar el camino, lo cual no se logró en la medida esperada en las elecciones del domingo. Después de la derrota en las elecciones del 2007, Chávez planteó la necesidad de la autocrítica basada en la política que denominó de las 3R: Revisar, Rectificar, Reimpulsar.
El PSUV y las fuerzas políticas y sociales que apoyan el proceso seguramente se abocarán a esa tarea necesaria. Revisar lo que se está haciendo, combatir las manifestaciones de burocratismo, de ineficiencia y de corrupción que existen, que el propio Chávez denuncia constantemente, y que alejan a sectores que podrían estar objetivamente con el proceso. El sectarismo y la prepotencia, también están presentes en las estructuras y en los comportamientos de sectores dirigentes del PSUV, un partido que sólo tiene tres años de existencia y al que se afiliaron inicialmente más de cinco millones de venezolanos y venezolanas.
Sólo desde esa necesaria revisión, puede darse la rectificación y el reimpulso constante de un proceso tan ambicioso como complejo, y bajo la permanente desestabilización y amenaza que ninguna persona informada puede ignorar. El PSUV se verá obligado a renovar determinadas políticas económicas y sociales, a analizar por qué millones de trabajadores y trabajadoras le dan su voto a los candidatos de la derecha o se abstienen de ir a las urnas, a pesar de ser muchos de ellos beneficiarios de la obra social y cultural del gobierno.
Seguramente también se tomara en consideración el carácter diverso y fragmentario de la oposición, para llevar a cabo las políticas de negociación necesarias para que el sector moderado acepte el diálogo y la negociación sobre políticas que benefician al pueblo venezolano, incluyendo a los propios electores y electoras que les permitieron obtener curules en el parlamento.
La oposición obtuvo buenos resultados. Aspiraba a derrotar al PSUV y ganar la mayoría, no lo consiguió, pero sí logró impedir que la fuerza bolivariana obtuviera la mayoría calificada. Con 65 bancadas será una fuerza real en el próximo congreso, sin votos para poder revertir ninguna legislación aprobada en la última década, pero con posibilidad de bloquear la aprobación de leyes que necesitan mayoría calificada o el nombramiento de algunas autoridades del Estado. Pero ese poder también es relativo, como lo demuestra el período 2000-2005, en el que la Asamblea Nacional sancionó más de 130 leyes orgánicas, especiales, reformas e incluso una habilitante, que necesita las tres quintas partes de los votos, con una correlación de fuerzas parlamentarias más desfavorable para el gobierno que la configurada después de estas elecciones.
En realidad la oposición ha sacado menos diputados de los que llegó a tener en el período 2000-2005, cuando en algún momento llegó a contar hasta con 80 representantes. A pesar de esa situación anterior, puede celebrar su regreso al parlamento con una representación considerable, después de arrepentirse del grave error cometido hace cinco años, cuando creyeron que los días de Chávez estaban contados y cuando el sector más termocéfalo apostaba incluso al magnicidio o la intervención extranjera. Hay que recordar que ese boicot fue promovido por los halcones de la administración Bush.
La Mesa de Unidad, nombre que adoptó la oposición, está integrada por 26 partidos de diverso tamaño y de diversas orientaciones también. Les une la oposición a Chávez, pero a partir de ahí discrepan en casi todo lo demás. Hay grupos de ultraizquierda como Bandera Roja, grupos de extrema derecha, partidos tradicionales como Acción Democrática y Copei que durante décadas estuvieron en el poder, nuevas agrupaciones surgidas de la desmembración de esos partidos tradicionales, antiguos aliados de Chávez como Podemos y Causa R. El cemento financiero de la unidad lo ha puesto la todavía poderosa oligarquía venezolana, y una red internacional pilotada desde los Estados Unidos, con ramificaciones en Europa y en la derecha de América Latina.
El primer desafío que tiene la oposición es mantener la frágil y coyuntural unidad alcanzada. ¿Lo logrará? Es la primera incógnita que sólo el paso del tiempo permitirá descifrar.
Oponerse a Chávez es un punto de partida, pero no es tener un proyecto de nación y de sociedad compartido. Hay sectores de la oposición herederos del golpe de Estado que plantean que el objetivo es demoler toda la obra construida por la revolución en estos años, se escuchan, sin embargo, otras voces que admiten el valor positivo de las Misiones y otras políticas impulsadas por el gobierno.
Los ojos de gobierno y oposición están puestos en las elecciones presidenciales del 2012. Chávez ha anunciado que se presentará a la reelección, con índices de popularidad que se sostienen por encima del 50% en todas las encuestas realizadas. La oposición no tiene hoy ningún líder que se acerque a Chávez, los representantes mejor valorados de la oposición están 20 puntos por debajo de Chávez. La popularidad del líder bolivariano es muy superior a la de cualquier líder de la oposición, y nada de momento apunta a que esa situación se modifique.
Quizás por eso la oposición colocó en las listas a algunos de sus pesos pesados, pensando en visibilizarlos desde el parlamento y encontrar a la persona más idónea para enfrentarse en los comicios a Chávez. También el PSUV ha llevado a sus más destacados y experimentados dirigentes al parlamento. Se avecina una batalla intensa. Las condiciones objetivas y subjetivas parecen propicias para la consolidación y la profundización de la revolución bolivariana, pero los retos y los peligros también son grandes. En Venezuela se juega la partida más importante en el complejo tablero de la política continental, en la permanente dialéctica nación-imperio, pueblo-oligarquía, revolución-contrarrevolución que marca la historia pasada y presente de Nuestra América.