José María Villalta Florez-Estrada
24 de marzo de 2010. Se cumplen 30 años del vil asesinato de monseñor Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, obispo de los pobres y oprimidos de América.
En Costa Rica conviene tenerlo presente hoy más que nunca, cuando cada día que pasa nuestro país se parece más a la Centroamérica de la brutal injusticia social, germen de la violencia incontenible.
Es urgente recordar que a monseñor Romero lo mataron los militares y los oligarcas por decir unas cuantas y sencillas verdades: la violencia armada es consecuencia directa de la explotación de trabajadores y campesinos, de la violencia económica que niega una vida digna a una gran mayoría de seres humanos, privándoles de derechos básicos que deberían estar asegurados por su sola condición de humanidad. No podrá detenerse esta espiral de violencia mientras no ataquemos las causas, mientras no cambiemos la insoportable desigualdad social, la economía como fábrica de pobres que condena a las grandes mayorías a la postración y la humillación, mientras un pequeño grupito se sirve con cuchara grande, consumiendo y derrochando sin límite.
Frente a esta realidad monseñor Romero entendió que no podemos ser neutrales. No podemos quedar bien con dios y con el diablo. Y tomó partido por los oprimidos, los explotados, los excluidos, las y los nadies de la Tierra. Por eso lo mataron los mismos que hablan de libre comercio pero niegan a sus trabajadores la libertad de organizarse en sindicatos, los mismos que hoy hacen negocios con los hermanos Arias para apropiarse de las riquezas de nuestro país, los mismos que financiaron las millonarias campañas vacías y mentirosas de sus socios en Costa Rica.
Porque no es causal que en nuestra patria esté creciendo el autoritarismo y el irrespeto a las instituciones democráticas de parte del Gobierno. No son casuales la dictadura en democracia, el memorando del miedo, el asalto a la Defensoría de los Habitantes o el golpe de Estado a los sindicatos libres. Son los tentáculos de esos capitales manchados de sangre, acostumbrados a recetarle al pueblo gorilas y garrote, que no entienden nada de Costa Rica y su historia.
A esos capitales están tratando de regalar Costa Rica los mismos que nos han gobernado durante estos 30 años que han transcurrido desde que la bala explosiva de los codiciosos destrozó el corazón de monseñor Romero en plena homilía.
Gobiernos que cada cuatro años han cambiado el color del sombrero pero que en esencia han coincidido en las mismas políticas suicidas: destruir todos aquellos rasgos característicos que hicieron a Costa Rica distinta de nuestras hermanas naciones centroamericanas, acabar con todo aquello que nos mantuvo a salvo de la guerra fraticida.
Sus resultados ya los conocemos: creciente concentración de la riqueza y desigualdad social nunca antes vista. Un país que produce ganancias como nunca para los inversionistas extranjeros pero les niega a más de 600 mil trabajadores un salario mínimo. Más de un millón de compatriotas en la pobreza. Destrucción de la economía campesina y de las comunidades rurales. Concentración de la tierra y expulsión de miles de familias a los anillos de miseria de las grandes ciudades. Guerra implacable contra la naturaleza. Grave deterioro de la salud y la educación públicas. Privatización del agua, las semillas, el conocimiento y los demás bienes colectivos.
Este es el caldo de cultivo de la violencia que vivimos en nuestras calles. De allí se alimentan robustas las raíces de nuestra creciente “inseguridad ciudadana”.
Frente a esta realidad los causantes de la debacle insisten en llevarnos hacia el despeñadero, aplicando las mismas recetas que durante estos 30 años de “larga noche neoliberal” han engordado sus bancos privados, haciendo más pobres a todos los demás.
Al mismo tiempo alzan la voz quienes –como lo asesinos de Romero- quieren apagar el fuego echándole más gasolina. Pregonan el aumento de la represión, la “mano dura” como solución para frenar la violencia, cuando lo único que puede hacer es agravarla. Bajar la edad penal para los jóvenes que deambulan sin oportunidades por nuestras barriadas populares, así se gradúan más rápido en la universidad del delito. Más armas en las calles, más cárceles modernas, mientras las plazas de deportes están cerradas con candado y las escuelas públicas se caen a pedazos.
También están los creen que todo se arregla escondiendo los conflictos debajo de la alfombra. “Pasemos la página. Aquí no ha pasado nada”. Así tratan de quedar bien con todo el mundo. Olvidan que las heridas provocadas por tanta injusticia siguen abiertas, que no se puede quedar bien a la vez con los que chantajearon a trabajadores humildes y con los que sufrimos el memorando del miedo.
Por todo esto es que en la Costa Rica de hoy no podemos olvidar a Monseñor Romero.
Muchas y muchos no pensamos hacerlo. Decidimos no ser neutrales. Tomamos partido por la gran mayoría de compatriotas que sufre en carne viva la humillación, la explotación, la exclusión, la discriminación en todas sus formas, la degradación ambiental, el robo del agua, de la tierra, de la salud, del trabajo, de la dignidad. Hacemos opción preferencial por ellas y ellos, por quienes viven en la pobreza, el abandono, la postración, por quienes no tienen voz porque se les niega todos los días. Por todas aquellas personas a quienes este sistema económico injusto y suicida les niega todos los días su humanidad. Hasta que el reino de los cielos se haga de una vez por todas aquí en la Tierra.