En mayo de 1967, Martin Luther King nos dio una enseñanza central para comprender las abarrotadas manifestaciones y protestas que hoy están transformando el panorama político, étnico-racial, social y económico de los Estados Unidos de América. En su “Declaration of Independence from the War in Vietnam” King dijo:
“Al caminar entre jóvenes desesperados, rechazados y enojados en los guetos del Norte, les dije que los cocteles molotov y los rifles no habrían de solucionar sus problemas. He tratado de ofrecerles mi más honda compasión, manteniendo mi convicción de que el cambio social vendrá con más fuerza mediante la acción no-violenta. Pero ellos me preguntaron: ¿Y Vietnam? Me preguntaron cómo era que nuestra propia nación usaba la violencia en formas tan agobiadoras, con el fin manifiesto de intentar resolver sus problemas y causar los cambios que ella quería. Sus preguntas dieron en el blanco, y supe que nunca más podría levantar mi voz contra los oprimidos que utilizan la violencia en los guetos sin primero hablar con toda claridad al más grande torrente de violencia del mundo de hoy: Mi propio gobierno”.
Hoy podemos preguntar: ¿Y George Floyd? En los Estados Unidos de América, la pobreza, la exclusión social y el sufrimiento de la violencia tienen color, tienen fenotipo, tienen cultura. Esto quiere decir que la “raza” o en nuestro argot científico latinoamericano, la condición “étnico-racial”, determina en gran medida la posición social en el sistema de clases, las posibilidades de movilidad social y el acceso a servicios básicos. Es este panorama, este Racismo Estructural, el que cruza a todas las instituciones sociales y gubernamentales en los Estados Unidos, públicas y privadas.
La sociedad estadunidense se caracteriza por la reproducción de dinámicas de violencia estructural emanadas del propio sistema, que dentro del marco del sistema judicial o fuera de él, reproduce, recompensa o no penaliza las dinámicas de violencia étnico-racial. Desde el sistema carcelario y sus círculos viciosos de exclusión-punición, que van de la encarcelación masiva de jóvenes Afroamericanos –tal y como demuestran los afamados trabajos de la abogada y socióloga afroamericana Michelle Alexander– hasta la violencia policial. En muchos de los casos impune y dirigida principalmente a Afroamericanos(as) y Latinos(as), colocando a los primeros en la primera posición de riesgo de asesinato policial –dos veces más que los latinos y tres veces más que los blancos entre 2013-2018– según las estadísticas emanadas del Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS) en las investigaciones de Frank Edwards, Hedwig Lee y Michael Esposito.
Estas son estructuras básicas de la sociedad Estadunidense, o más bien instituciones sociales, que se han reproducido históricamente desde la propia fundación de la nación y la transformación del sistema de esclavización al sistema de proletarización de las masas Afroamericanas. Heredando de esta transición instituciones, ideologías y prácticas marcadas por la discriminación racial, que tal y como planteaba W. E. B. Du Bois en 1903, configuran “líneas de color” que entrecruzan y delimitan a la sociedad, estructurando desigualdades sociales, dinámicas de violencia estructural y prácticas de discriminación a grupos étnico-raciales específicos.
En este contexto general, Cornel West ha defendido un argumento en extremo interesante, desde finales de la década de 1990 y principalmente durante la administración Obama, las condiciones de reconocimiento y legitimación de estos fenómenos habían cambiado, en términos ideológicos el ascenso de Obama significaba el advenimiento de una supuesta época “post-racial”, amparada en el espíritu “multicultural” adoptado desde los noventa por la retórica gubernamental. Como el propio West defiende, esta ideología operaba como un factor desmovilizador de los movimientos políticos “étnico-raciales”.
Pero esta cierta hegemonía se rompe en el 2013 con la aparición del movimiento Black Live Metters, que desafía a los líderes Afroamericanos implicados en las propias estructuras de control político, a las “Black Elites” (élites afroamericanas) como las llamó Keeanga-Yamahtta Taylor.
Es recurrente, que, en Estados Unidos de América, las formas de inclusión política sean limitadas a derechos económicos (consumo y mercado), dejando por fuera derechos sociales, como la salud y la educación. En esta línea, el fin de las leyes Jim Crown y la conquista de los derechos civiles, siguiendo las propias palabras de Martin Luther King, nunca subsanaron la deuda histórica de exclusión y violencia socio-racial que los procesos de colonización interna y la esclavización fundaron.
No es nuevo ver la organización política expresa en los últimos días, la cual contiene una acumulada experiencia en las propias y múltiples formas de activismo y militancia afroamericana –lo que implica un alto grado de consciencia política–, como también en las demás formas expresivas de la identity politics. Tampoco es nuevo ver el alto grado de organización que las manifestaciones presentan actualmente, las cuales superan los propios límites instalados por la cuarentena establecida para el control del crecimiento desastroso de la tasa de contagios por Covid-19 (15.512 contagios para el 01 de junio de 2020). Como ya habíamos planteado anteriormente, el Black Live Matters ya había reavivado la organización política afroamericana.
De hecho, la profundización de los conflictos sociales podría datarse en la propia administración Obama, que no consigue concretizar las promesas de los derechos sociales y tampoco transformar las estructuras sociales básicas del racismo y la expresión de su violencia. En gran medida, este contexto se condensó en la campaña presidencial de 2016 y es un elemento decisivo para contar en la propia elección de Donald Trump, y en su más que simbólica política de “Make America Great Again”, amparada en una retórica racista, que hoy se expresa descarnadamente.
Para todo análisis debemos de repetir la frase emanada de los propios movimientos Afroamericanos, Latinos, Chicanos, etc. RACE MATTERS, la raza importa para entender las desigualdades, conflictos y las sociedades actuales.
Es en esta línea que se debe recordar y repetir una máxima ampliamente estudiada desde los orígenes de la propia invención de la “raza blanca”: La blancura, invención social, se sostiene con el ejercicio sistemático de la violencia. Esta primera “raza” inventada nace para suprimir, controlar y violentar grupos humanos, y dentro del racismo en general, ella solo tiene sentido en su práctica y ejercicio, ósea, el ejercicios y práctica de la violencia.
En los Estados Unidos, aquel segmento de la población identificado como blanco ha sido históricamente asistido y beneficiado por la política pública, como plantea el reconocido estudio de Theodore W. Allen sobre la “invención de la raza blanca”, y es en gran parte este apoyo, asistencia y forma de política, el que retorna con la retórica del presidente Trump.
¿Y el asesinato de George Floyd?: Dolorosamente es uno más en la larga política y práctica del racismo, él implica sintéticamente la reproducción de este complejo y violento sistema.
- Guillermo A. Navarro Alvarado. Doctor en estudio étnicos y africanos, profesor e investigador de la Universidad de Costa Rica.