Los enemigos de la Caja Costarricense del Seguro Social son como los virus: siempre mutan, pero siguen siendo mortales. Ahora la nueva ola (que por cierto no es nada nueva) consiste en afirmar que la crisis financiera de la institución tiene como culpables a sus jerarcas y su pésima administración.
Es cierto que mucho de eso hay y que la Caja ha sido saqueada desde dentro por muchos de sus funcionarios, especialmente los de rangos altos. Esto sucedió, para citar solo un ejemplo, con el desfalco Fischel-Caja, que le costó a la institución la pérdida de miles de millones.
Pero la corrupción interna y la ineficacia son solo remedos a la par de los grandes robos, por acción o por omisión, de que la institución ha sido víctima y el Estado y las grandes empresas los victimarios.
A la Caja se le deben 6 millones de millones de colones, la mayor parte de esa suma no reconocida o en pleito judicial, y de ellos 2 millones de millones plenamente reconocidos por el Estado.
Decir, como lo hacen los gobernantes, que esa deuda no se puede pagar, es una desvergüenza o, como decía mi abuelita, una sinvergüenzada. Claro que no se puede. Nadie puede pagar en un año lo que ha esquilmado en medio siglo. Lo malo es que le siguen robando sin darle nada a cambio.
El primer esquilmo en serio lo hizo el estado cuando universalizó los seguros. Los políticos de entonces quedaron como paladines de la justicia social y la Caja corrió con las consecuencias. Lo que sucedió entonces fue que se traspasaron a la CCSS los hospitales, como todo y sus empleados, pero no los recursos que antes desembolsaba el Ministerio de Salud. Carambola de cuatro bandas.
Poco después la jugada se repitió con los ebais. La Caja tuvo que correr con los gastos de la medicina de primer nivel, la preventiva y la familiar, que antes, al menos en buena parte, eran obra del Estado. Luego vinieron la atención sin límites a la infancia como consecuencia de la aplicación del Código de la Niñez y la Adolescencia, la atención de la población en pobreza y pobreza extrema, indigentes y privados de libertad y otros más.
En todos uno y otro gobierno prometió. Ninguno pagó nada significativo.
Claro que todos queremos salud universal de buena calidad, pero eso debe recaer sobre las espaldas de toda la sociedad, no solo de los afiliados cotizantes.
La filosofía sobre la que descansó la institución en sus comienzos fue la del mutualismo, que Calderón Guardia conocía muy bien pues había estudiado en Europa, donde esa filosofía era muy fuerte. Ella se basa en un principio: un conjunto de ciudadanos aporta de su salario una cuota regular con la que acumulan un capital común que les sirve para asistir a sus compañeros en casos de necesidad: enfermedad, vejez, desempleo u otras. Era impensable entonces que personas que no coticen gozaran de esos beneficios.
Cuando el socialismo ganó fuerza en Europa, las asociaciones mutualistas recibieron, además, el aporte del Estado, pero mantuvieron el principio de que los beneficiaron son sus afiliados.
Y así fue desde sus comienzos la Caja y su hijo natural, el sistema de pensiones, hasta que los políticos metieron manos en el botín.
A todo lo anterior hay que sumar ahora la pandemia actual. El ministro de Salud nos cae muy bien con sus conferencias de prensa diarias, pero nadie se acuerda de decirle que sí, que la atención a esa tragedia es una obligación del Estado y no de la Caja, en cuya caja se metió la mano como si sus bienes fueran de difunto.
Debido a la actual emergencia, este gobierno rebajó las cotizaciones de las empresas, lo que llaman aplicación tasa mínima, un zarpazo de unos 33.000 millones, y si te vi ni me acuerdo.
Muchos se preguntan cómo ha podido la Caja hacer lo que ha hecho con semejantes desfalcos en su espalda. La respuesta es sencilla: lo hizo bajando la calidad de sus servicios, es decir, como lo hacen los pobres: repartiendo la pobreza. Primero: las presas de cirugías, citas de especialistas y procedimiento no son de juego. Segundo: un sistema de atención primaria menos que deficiente. Tercero: una inversión casi llevada a cero; en treinta años la infraestructura apenas si se ha modernizado y no se ha extendido; los hospitales nuevos son poquísimos y, como se vio en esta pandemia, el número de camas es insuficiente, además de que perdemos un excelente hospital de rehabilitación el cual fue irresponsablemente desmantelado.
Queda al garete la construcción de los hospitales de Puntarenas y Turrialba, Cartago y Golfito, así como las torres del México y el Calderón Guardia. Por cierto, uno de sus resultados más graves de esa política oficial es la destrucción del hospital dedicado a la rehabilitación, el CENARE, el más moderno y más avanzado de la región centroamericana.
El estrujamiento de los bolsillos de la institución tiene sin embargo su más trágico resultado en la privatización paulatina de la salud. Antes de ir a hacer fila en un ebais, a primeras horas y con su niño enfermo, con el peligro casi seguro de no encontrar ficha, la familia prefiere ir al médico privado. Eso pasa todos los días en todos los hogares. Por cierto, muy pocas veces nos paramos a pensar que es una vergüenza que la salud bucal de grandes y chicos está en manos privadas casi en su totalidad.
La pandemia ha traído como consecuencia la acumulación de citas y procedimientos hasta un límite nunca antes visto. Dentro de unos meses, con esas colas interminables y sin recursos, la derecha piensa poder demostrar su mentira de que lo público no funciona y que es mejor pasar parte o la totalidad del sistema a manos privadas. En eso trabajan conjunta y taimadamente.
¿Hay una salida? Una comisión estudia una propuesta para una propuesta. Ella está formada más o menos por los mismos, y es muy posible que un plan de justicia y equidad será lo menos que se les ocurra.
Aun así, o quizá por eso, yo me atrevo a adelantar una propuesta.
En 1948, después de la guerra civil, José Figueres Ferrer y la junta de gobierno emitieron un decreto que establecía “una contribución forzosa extraordinaria del 10% del capital privado que pagarán, por una sola vez, todas las personas físicas y morales, nacionales y extranjeras, establecidas en el territorio nacional”.
Algo similar ha propuesto don José María Villalta y me adelanto a apoyarlo. Solo que me parece que tal contribución debe destinarse de manera completa a salvar a la institución más querida de los costarricenses, la CCSS.
- Es filósofo, periodista y escritor. Ha sido profesor de las escuelas de Filosofía y Comunicación Colectiva de la Universidad de Costa Rica. Durante 32 años ejerció el periodismo en múltiples medios, entre ellos en Telenoticias de Canal 7. Actualmente está jubilado por la CCSS.